Estoy en la sala de estudios esperando tu aparición. A menudo desvío mi mirada del ordenador hacia el ojo de buey que hay en la puerta, ansiosa por verte aparecer. Junto mis piernas, las aprieto; no consigo concentrarme por las ganas que tengo de verte, de sentir tus manos sobre mí; tu boca devorando la mía… ya noto ese vacío entre mis piernas pese a la presión al mantenerlas juntas y es en ese momento cuando mi mirada, volviendo al ojo de buey de la puerta, se cruza con la tuya: intensa, apremiante y lasciva acompañada de tu aviesa media sonrisa.
Barro mis cosas con precipitación y estruendo hacia el interior de la mochila y salgo sin preocuparme de si molesto a los demás con mis prisas. Abro la puerta y antes de que se cierre, ya me tienes en tus brazos, abandonada a un beso que se convierte en una vorágine de lenguas, saliva y urgencia. Me separo avergonzada de ti al oír gente en el pasillo. Me sonrojo. Desvío mi mirada de la tuya, que me quema; tú ni tienes vergüenza ni la conoces.
Nos encaminamos hacia las escaleras, cogidos de la mano; noto una urgencia que me quema, me asaltan imágenes de todo lo que haremos y abstraída en mis imaginaciones no me doy cuenta de que tienes otros planes… Es entonces cuando noto un tirón y me encuentro en el pasillo de los servicios. Aun sin entender a dónde, me dejo llevar, en blanco por la excitación de mis ideas.
Cuando mi espalda nota el frío de las baldosas reacciono «¡qué haces!», pero el morbo me consume mientras me besas el cuello y juegas con los límites de mi falda veraniega. Susurrando, me respondes: «mmmh, vamos a echar un polvo épico aquí y ahora». Intento despejar mi mente, el morbo de los sitios públicos queda eclipsado un momento por la posibilidad de que alguien nos vea; pero las horas tardías y la poca afluencia en esos baños, hace que esa posibilidad quede aplastada por la urgencia de nuestro abrazo y por tus dedos, que no se hunden, sino resbalan hacia el interior de mis braguitas. Noto la erección en tus pantalones y, mientras me apoyo en la puerta para no caerme, te la saco de los pantalones. Así nos tocamos, mirándonos a los ojos, sin pronunciar palabra; sin atrevernos casi a respirar.
Cuando creo que no puedo estar más caliente o mojada, te acuclillas y recorres mis pliegues con la lengua, recogiendo, lamiendo y disfrutando, bebiendo y devorándome entera. No puedo más, voy a gritar tan alto… necesito celebrar mi pasión por ti, mi entrega… pero no puedo o nos oirá el campus entero. Así que te aparto de un tirón de pelo, te levanto, tu espalda en la puerta y yo me amordazo contigo, tengo hambre y voy a devolverte el favor. Con pasión, con ganas, con altas dosis de lascivia: con fruición.
Y te ocurre lo mismo. No aguantas mucho hasta que me coges del pelo, suave pero firme y me apoyas de nuevo en la puerta y antes de que me prepare estás dentro de mí. Te has adentrado como un cuchillo caliente en mantequilla, me llenas, te aprieto, coges una de mis piernas, te abrazo con ella, me sacas una teta y la muerdes mientras devoro tus orejas. Empujas… te hundes, te clavas, arrasas mi interior como una bola de demoliciones. No puedo pensar en nada, no veo nada, solo existe el calor, la humedad, tus embestidas, mis acordes y la idea de no poder gritar.
Nos miramos ahora, porque lo has notado; notas el goteo constante corriendo piernas abajo. Sabes que voy a gritar y te pido ayuda con la mirada. Me tapas la boca y toda yo me deshago en tus brazos mientras nuestras miradas siguen atrapadas en las del otro. Tú tampoco puedes aguantar más y al oído me susurras: «¿lo quieres?» Tu voz es fría, tu mente sigue funcionando, no como la mía, que no puede evitar abandonarse a la lujuria cuando estoy contigo. Solo acierto a asentir con una súplica muda. Te noto tan duro, tan inabarcable dentro de mí. Noto tus espasmos, noto cómo llegas a esa especie de tope y empujas hasta que me derrito de nuevo; la única pierna que tengo en el suelo falla, me sujetas y me llenas, haciéndome tuya de nuevo.
Nuestros ojos son lo primero que cambia de una mirada de furiosa excitación a una ternura desmedida. Al besarme, tus labios son suaves y gentiles. Aún estás dentro de mí, a la vez que me comienzas a resbalar por el interior de los muslos, te abrazo y susurro: «vamos a casa, quiero tenerte con calma».